martes, 30 de noviembre de 2010

Noir

Pues vaya un montón de mierda. Gusta de ser niño, observado desde el prisma de la ternura, la inocencia y el tropiezo.
Rompa todo, desgarre, muerda, arañe, cóbrese en patadas los robos del lienzo y los hurtos de cada página.
Pise los charcos con fuerza y, violentamente, quiebre el silencio golpeando el suelo con el montón de sandeces escritas más grueso, el de las pastas de cuero y enésima edición, el del cuento de sabiondo resabiado.
Ande tranquilo, el Golem tiene los pies de arena, quizás estilo rococóantierosión del viento, pero no inmune al correr del agua y al gato salvaje de tejado, que como aprendiz de Paco de Lucía, es un as de shink-shink, incluso con guantes.
Alimente su ira, sí, aliméntela, no ose reprimirla, no ose, no, ni osa, ni oso, ni ose. Acuérdese de las olas del norte. ¿Cree que se reprimen cuando perforan la fría piedra?¿Cuando salpican y escarpan, y se agolpan atropellada y saladamente?
Sea, sea, por favor, no se amilane por las historias de a cuatro ruedas, los sudores sin fruto y los juegos sin arte. No tienen color, ni olor, ni tacto, otras cosas sí.
Absúrdece. Nada, nada, nada.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Diagonal

Yo dormía redondo en una cesta de mimbres, a escasos metros de un puesto de carne. A decir verdad, a escasos metros de muchos puestos de carne, y de pescado, y de verduras, y de frutas y de cosas de colores que atraen a los niños. Lo de las mimbres, aunque parezca un detalle irrelevante, viene a ser como meter en una pecera de peces del Caribe, piedras del Caribe. Le hace creer a uno, dicen, que sigue en su lugar natal. Aunque nada más lejos de la realidad. El efecto es el contrario, aunque casi digno de agradecer, pues no deja de recordar, que una vez las cosas fueron distintas y hubo un origen, que incluso pudo ser mejor, y que, si no cambia la suerte, esos recuerdos serán siempre carbón para que la memoria siga ardiendo. Al menos el origen riega, como el vino en las comidas de la Ciudadela, el día a día.
Estas quejumbrosas cavilaciones, pueden resultar impropias para alguien de mi condición, pero es difícil eludirlas cuando eres un fruto seco con tantas circunvoluciones y aprendes a observar la realidad desde la copa de un nogal. No obstante, es cierto que no puedo achacar todo mi ser al dulce salvajismo del nogal. Verán, no se si han podido deducir que si tenía tan cerca tal variedad de viandas como la mencionada anteriormente, es porque mi hogar era un mercado de abastos, nada más y nada menos, que el mercado de la Boquería, en las mismísimas ramblas de la ciudad condal. De mi estancia ahí aprendí mucho. Al principio creí que todo lo más, sería sobrevivir en la cesta hasta que alguna mano de esas cuyas bocas no pueden decir la eñe, me tomase entre sus dedos y acabase por introducirme un filo metálico que me seccionase en dos, reduciéndome a una cascara sin futuro. La cosa cambió cuando a fuerza de escabullirme hasta el fondo, aprendí a tener nuevos amaneceres que ver. Superado el escollo de la supervivencia, la vida entre nueces se me hizo repetitiva, así que tome la determinación de conocer mundo aprovechando mi forma, pues redondo también es una forma, gracias a la cual podría aprovechar la jugosa oferta que una ciudad como Barcelona me ponía en bandeja.
Por inercia, nunca mejor dicho, mi primera parada fueron las escaleras del puerto, a la sombra de la estatua de Colón, Ramblas abajo. Creo que fue la primera vez que la palabra belleza cobró sentido para mí. El mar, a color, hoja que sigue al gris del asfalto. Su vibrar, parpadeo de la firmeza donde se construye tantos mundos como personas habitan. Eso, y los perros, que se sientan a mi vera, obvian a sus dueños y pierden su vista, junto a la mía, en el horizonte del Mediterráneo. Ladridos y música, música y ladridos, y ruedo de uno a otro, y me planto en el Liceo, y entonces la noche adquiere color, y arde la pasión y la vida y los sueños de algún as del pentagrama, comulgando su rito una batuta y el ritmo a sus pies, o pies que danzan y con sus huellas cantan. La noche echa el telón, y la nocturnidad cobra entonces en el Raval, su razón de ser, metro a metro, historias se hilvanan y en la oscuridad y la molicie pálida, huérfana de moral roban a la muerte geniales tributos donde, quién sabe, el arte yazca...y el día en que todo esto se convierte en lienzo de mis recuerdos, esa chica, no se por qué, clava sus vivos ojos en mi, y yo me hundo, ruedo, giro, cavo. Su calor está cerca, en sus dedos brilla mi nombre, y se cierra sobre mi su mano. Me mira, mira a la tendera, que distraída se ocupa de unas lechugas rancias, y me introduce, con una pícara sonrisa, en su bolsillo, pues no lleva bolso. Me espera el Sur...

lunes, 1 de noviembre de 2010

Introspección

Yo nunca pude seguirla. De hecho me llevó muchos años de dudas alcanzar esta conclusión. No importa que se hubiese llamado Carmen, que se hubiese llamado Inés, que se hubiese llamado Marta o que se hubiese llamadoTeresa. El caso es que yo no podia seguirla. Un torbellino que entraba en las habitaciones y lo primero que hacia era apagar la luz, sin mediar que fuese de dia, que fuese noche entrada o que hubiese cuatro lamparas de aceite. Al menos, tenia que hacer el gesto de robar la luz con sus manos. Pero no vayan ustedes a caer en la poesía barata y la lírica de baja costura, ella no lo hacia por ninguna inducción metafísica, por querer convertirse en la musa de algún desgraciado de pluma inquieta o porque la luz apagada formase una erógena comunión con su cuerpo. Lo hacia por la misma razón por la que abría los paquetes de galletas por el final o cerraba los ojos y dejaba de escuchar durante una conversación, con el consiguiente enojo del interlocutor. Su razón era, básicamente, ninguna. Sus actos eran carentes de toda racionalidad y faltos de razón por definición, sin llegar a ser si quiera el reflejo de las teorías de algún pedante psicoanalista. Eso si, no tenia reparos en agachar la mirada si sus acciones eran reprobadas, así como tampoco los tenía en tocar, saborear, oler, escuchar o aprender cualquier cosa que a sus sentidos se acercase. Ahora bien, no puedo decir que el empeño que dedicase a tales menesteres fuese, en algo, parecido al interés que en inicio le suscitaban, pues si bien, adoraba las cosas nuevas, tanto había que le asombraba que nunca guardaba empeño suficiente para todo, así que habitual era en su día a día el empezar las cosas y terminar con ellas en el momento en que éstas dejasen de ser espontáneas y vivas, como solía llamarlas ella. Lo cierto es que ella era aquí y ahora, quiero y puedo. Ella era volar, ella era cruzar mares y océanos, y yo...bueno, yo nunca pude seguirla.