miércoles, 10 de noviembre de 2010

Diagonal

Yo dormía redondo en una cesta de mimbres, a escasos metros de un puesto de carne. A decir verdad, a escasos metros de muchos puestos de carne, y de pescado, y de verduras, y de frutas y de cosas de colores que atraen a los niños. Lo de las mimbres, aunque parezca un detalle irrelevante, viene a ser como meter en una pecera de peces del Caribe, piedras del Caribe. Le hace creer a uno, dicen, que sigue en su lugar natal. Aunque nada más lejos de la realidad. El efecto es el contrario, aunque casi digno de agradecer, pues no deja de recordar, que una vez las cosas fueron distintas y hubo un origen, que incluso pudo ser mejor, y que, si no cambia la suerte, esos recuerdos serán siempre carbón para que la memoria siga ardiendo. Al menos el origen riega, como el vino en las comidas de la Ciudadela, el día a día.
Estas quejumbrosas cavilaciones, pueden resultar impropias para alguien de mi condición, pero es difícil eludirlas cuando eres un fruto seco con tantas circunvoluciones y aprendes a observar la realidad desde la copa de un nogal. No obstante, es cierto que no puedo achacar todo mi ser al dulce salvajismo del nogal. Verán, no se si han podido deducir que si tenía tan cerca tal variedad de viandas como la mencionada anteriormente, es porque mi hogar era un mercado de abastos, nada más y nada menos, que el mercado de la Boquería, en las mismísimas ramblas de la ciudad condal. De mi estancia ahí aprendí mucho. Al principio creí que todo lo más, sería sobrevivir en la cesta hasta que alguna mano de esas cuyas bocas no pueden decir la eñe, me tomase entre sus dedos y acabase por introducirme un filo metálico que me seccionase en dos, reduciéndome a una cascara sin futuro. La cosa cambió cuando a fuerza de escabullirme hasta el fondo, aprendí a tener nuevos amaneceres que ver. Superado el escollo de la supervivencia, la vida entre nueces se me hizo repetitiva, así que tome la determinación de conocer mundo aprovechando mi forma, pues redondo también es una forma, gracias a la cual podría aprovechar la jugosa oferta que una ciudad como Barcelona me ponía en bandeja.
Por inercia, nunca mejor dicho, mi primera parada fueron las escaleras del puerto, a la sombra de la estatua de Colón, Ramblas abajo. Creo que fue la primera vez que la palabra belleza cobró sentido para mí. El mar, a color, hoja que sigue al gris del asfalto. Su vibrar, parpadeo de la firmeza donde se construye tantos mundos como personas habitan. Eso, y los perros, que se sientan a mi vera, obvian a sus dueños y pierden su vista, junto a la mía, en el horizonte del Mediterráneo. Ladridos y música, música y ladridos, y ruedo de uno a otro, y me planto en el Liceo, y entonces la noche adquiere color, y arde la pasión y la vida y los sueños de algún as del pentagrama, comulgando su rito una batuta y el ritmo a sus pies, o pies que danzan y con sus huellas cantan. La noche echa el telón, y la nocturnidad cobra entonces en el Raval, su razón de ser, metro a metro, historias se hilvanan y en la oscuridad y la molicie pálida, huérfana de moral roban a la muerte geniales tributos donde, quién sabe, el arte yazca...y el día en que todo esto se convierte en lienzo de mis recuerdos, esa chica, no se por qué, clava sus vivos ojos en mi, y yo me hundo, ruedo, giro, cavo. Su calor está cerca, en sus dedos brilla mi nombre, y se cierra sobre mi su mano. Me mira, mira a la tendera, que distraída se ocupa de unas lechugas rancias, y me introduce, con una pícara sonrisa, en su bolsillo, pues no lleva bolso. Me espera el Sur...

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